jueves, 10 de junio de 2010

"Hay quien piensa que la erudición exhibida en las obras de Shakespeare es incompatible con la escueta pitanza de clasicismo proporcionada por una escuela rural de gramática. En el siglo XIX surgió la herejía baconiana, según la cual sólo una persona sumamente erudita, con formación universitaria, experta en leyes y ciencias y cuyos ojos y oídos estuvieran adoctrinados por el 'Grand Tour' -la gira de los estudiantes ingleses por Europa-, pudo haber escrito las obras atribuidas tradicionalmente a un actor salido de las cuadras o las pocilgas del condado de Warwick
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La cosa se reduce a lo siguiente: "Shakespeare no habría podido llegar a ser un supremo hombre de letras, sino se se benefició de nada mejor que una educación gratuita en una escuela de gramática. Y parece evidente que eso fue cuanto tuvo. Se casó antes de haber cumplido veinte años; y además, ¿de dónde iba a sacar el dinero? Sin embargo, es una necedad suponer que el gran arte requiere una educación superior. Cualquier campesino puede aprender a escribir -y escribir bien- por su cuenta. Cualquier escritor campesino puede dar la sensación de poseer un gran conocimiento del mundo si lee los libros adecuados y se mantiene alerta. Gracias a los trucos del artista, las obras de Shakespeare producen la ilusión de que su creador había realizado lagos viajes, había practicado todas las profesiones eruditas y había doblado su flexible rodilla en las cortes de su país y el extranjero. Esa superficie brillante sugiere una erudición y una experiencia que no tenían por qué darse necesariamente: el artista no ha de ser cortesano, viajero o académico, aunque su tarea consista, quizá, en crear esa clase de personas sacándolas de su imaginación.
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El Autólico de Cuento de invierno es 'un cazador de menudencias triviales'; también lo es Shakespeare y, en realidad, cualquier escritor de obras de teatro o relatos de ficción. El escritor necesita una pizca de terminología psicoanalítica, no le hace falta haber leído todo Freud. Le basta con tomar algunos términos de un glosario editado en rústica o de algún entendido con quien se haya encontrado en un autobús. Si necesita saber algo sobre Madagascar o Cipango, se lo preguntará a un marinero que haya estado allí. Se puede conocer al autor de obras de ficción por su biblioteca, cuyos contenidos no halagarán nuestra vista ni dejarán en buen lugar la capacidad de su dueño como lector sistemático. En vez de falanges de encuadernaciones ricas y uniformes veremos en ella viejas guías de carreras de caballos, almanaques astrológicos sobados, publicaciones cómicas, diccionarios de segunda mano, libros de historia carentes de erudición y cuadernos repletos de datos curiosos espigados en maternidades o en talleres de taxidermistas. Podemos estar seguros de que cuando Shakespeare se hizo con una biblioteca, si es que lo logró, no fue como la de Bacon."

Anthony Burgess: Shakespeare. Ediciones Península, Barcelona, 2006. págs. 33-34

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