domingo, 13 de junio de 2010

"Nos resulta difícil armonizar el amor de Will por el arte con su conocido gusto por la brutalidad. Cuando nos horrorizamos ante el carácter brutal de las obras de Shakespeare, desde una tan temprana como Tito Andrónico hasta otra tan tardía como El rey Lear, estamos cometiendo el error de suponer que es uno de nosotros y que incurrió de manera inexplicable en la crueldad de una época que sólo es suya por casualidad. Pero lo casual es que Will sea alguien 'para cualquier tiempo'; esencialmente es uno de ellos, de aquellos prefreudianos que se regodeaban con cualquier cosa que pudiera acelerar el pulso e inflamar la libido. Y, aunque nos resulte incomprensible, la brutalidad era susceptible de conciliarse con el instinto estético. Así, el verdugo que ejercía su oficio en Tyburn debía ser algo más que un carnicero. Extraer el corazón de una víctima ahorcada y presentárselo antes sus ojos definitivamente cerrados requería una enorme destreza. Y el descuartizamiendo de un cadáver aún caliente debía llevarse a cabo con la diligente economía de un verdadero artista.
·····Al pasear por Londres, se caminaba, literalmente, entre la muerte y el dolor: entre milanos que vaciaban ojos a picotazos y los gritos de la putas azotadas en la prisión de Bridewell. En El rey Lear, Will tuvo que vaciar ojos, pero también hubo que arremeter contra el que azotaba a las putas como un hipócrita abrasado de concupiscencia por la carne que arrancaba a tiras. Shakespeare veía lo que había tras el sadismo de su tiempo, pero no gastó tinta escribiendo panfletos reformistas. Aceptaba la situación. Aceptó que se hostigara a los osos Sackerson y Harry Hunks en el Bankside, al alcance del oído del público del teatro donde trabajaba, y que unos perros hicieran pedazos a un mono aterrado. Aceptó las 'manos del verdugo', y cuando Macbeth ve las suyas como tales no piensa en el que manejaba la cuerda; piensa en la sangre caliente y las entrañas cuajadas en unos puños que se habían sumergido en el vientre abierto de una víctima. Will aceptaba lo que no podía cambiar, pues no tenía por misión cambiarlo: él era autor de obras de teatro, alguien que levantaba acta de la vida. Y aceptaba los dones de un Dios -los cuerpos enfermos de los mendigos, la aparición periódica de la peste- que debía de parecer tan cruel como los seres humanos."
Anthony Burgess: Shakespeare. Ediciones Península, Barcelona, 2006, págs 60-61.

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