martes, 27 de julio de 2010

"Gonzalo empieza su narración sobre el país feliz. Es muy probable que haya leído recientemente los Ensayos de Montaigne, el famoso capítulo de los caníbales. Repite sus palabras. En este lugar feliz no se conoce ni el trabajo, ni el comercio; no hay despachos, nadie ejerce el poder.
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····················Gonzalo: ¡Nada de Soberanías! [...]
····················Antonio: Convirtiéndose en rey publicano quien era republicano.
····················Gonzalo: Todas las cosas de la Naturaleza surgirán
·························sin sudor y sin esfuerzo. Ni la traición, felonía,
·························espada, pica, cuchillo, ni el arcabuz,
·························o máquina alguna serían necesarias; pues
·························la Naturaleza daría todo tipo de cosecha
·························en abundancia para nutrir a mi inocente pueblo.
···········································································(La Tempestad, II, i)
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Unos seres humanos bellos e inteligentes viven en estado de naturaleza, libres del pecado original y de la contaminación de la civilización. La naturaleza es buena y la gente también. Así eran las islas felices de las utopías antifeudales. Ingenuos frailes franciscanos creían haberlas descubierto en los Mares del Sur; allí encontraron, mucho antes que Rousseau, a nobles salvajes. Sobre estos 'buenos salvajes' escribió Montaigne. Pero Shakespeare no creía en los 'buenos salvajes', como tampoco creía en los buenos reyes."
Jan Kott: Shakespeare, nuestro contemporáneo. Alba Editorial, Barcelona, 2009, págs. 401-402.

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