miércoles, 21 de julio de 2010

"La tempestad cierra la obra de Shakespeare. No es extraño que varias generaciones de especialistas y de críticos consideren esta obra su testamento poético, su adiós a los escenarios, una autobiografía filosófica y artística. Detrás del personaje de Próspero se ocultaría el mismísimo Shakespeare.
·····Muchos estudiosos de Shakespeare han intentado interpretar La tempestad como un relato exacto de la vida de Shakespeare o como un drama alegórico de carácter político. Para Chambers, La tempestad contiene el credo optimista de Shakespeare, el adiós a la filosofía siniestra de Hamlet; un optimismo que caracterizó su propia vida a partir de 1607, el año en que escribió esta obra. J. D. Wilson vio en La tempestad el reflejo de la bucólica atmósfera de Stratford y de la apacible vejez del autor al lado de su hija y su nieta. Robert Graves interpretó La tempestad como una autobiografía velada de Shakespeare, al igual que los Sonetos. La bruja Sycorax es la dama morena; el cautiverio de Ariel representa el triunfo de la pasión amorosa; y Trínculo es, supuestamente, Ben Jonson en persona. Según Lilian Winstanley, La tempestad es, en realidad, la narración de la trágica muerte de Enrique IV de Francia: Miranda representa a los hugonotes huidos a Inglaterra, Sycorax a Catalina de Medicis y Calibán al maligno Ravaillac, que quiso ser jesuita, mientras que Ariel, por supuesto, simboliza al rey-mártir. Todas estas interpretaciones son ridículas e infantiles; aunque no menos infantiles que las que afirman que Ariel y Calibán personifican rigurosas doctrinas filosóficas o que Shakespeare se sirve de ellos para exponer un sistema esotérico y místico.
·····El gran mago, a quien los elementos de la naturaleza rinden obediencia, que es capaz de conseguir que se abran las tumbas y los muertos salgan de ellas libremente, que puede provocar un eclipse de Sol a mediodía y apaciguar el viento, renuncia a su varita mágica y al poder que poseía sobre los designios humanos. Se convierte en una persona normal, tan indefensa como el resto de los mortales:
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····················Ahora, el poder de mi magia llega a su fin
····················y sólo me quedan mis propias fuerzas,
····················ya cansadas.
····························································(La tempestad, Epílogo)
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Esta interpretación resulta realmente tentadora. Sin embargo, es fácil percatarse de que se sustenta en una única metáfora: la del poeta-mago, la del poeta-creador y la del precio en forma de silencio que tiene que pagar el poeta para regresar al mundo de los mortales. Igual de fácil resulta darse cuenta de que se trata de una metáfora romántica, tanto desde el punto de vista estilístico, como filosófico y estético; lo es en su concepción demiúrgica del poeta, en la consideración conflictiva de la relación entre el poeta y el mundo, entre Ariel y Calibán, entre el espíritu puro y la pura animalidad. Todo ese simbolismo está más cerca de Victor Hugo y de Lamartine, y, aún en mayor medida, de la romantische Schule alemana, que del teatro de Shakespeare, pues en la obra de este último predomina la imagen de la crueldad de la naturaleza y de la historia y la del hombre intentando controlar inútilmente su destino.
·····La tempestad de Shakespeare dejó muy pronto de representarse en su versión original. Desde la época de la Restauración hasta el decenio de 1840 se representó en Inglaterra la adaptación de La tempestad de Dryden. Era una fábula cortesana vacía de contenido. Más tarde, el Romanticismo propuso una interpretación simbólica de La tempestad, en la que se desencadenaba ante el público, gracias a la tramoya y a efectos lumínicos, una tormenta ilusoria. Estas dos nocivas tradiciones, la de la fábula y la alegórica, terminaron confluyendo; aún hoy son un lastre para la puesta en escena de La tempestad. La poetización sustituyó a la gran poesía y el espectáculo alegórico a la profunda obra moral; el dramatismo se diluyó en esteticismo, y la obra perdió su amargura filosófica. La tempestad se convirtió cada vez más en una fábula romántica y operística, en la cual el papel principal recaía en una bailarina que llevaba un traje claro y agitaba unas alas pequeñas de gasa plateada y de tul, y que se elevaba en el aire con la ayuda de la maquinaria teatral. Tampoco Leon Schiller se libró del todo de esta tradición cuando, en 1947, intentó desmontar la visión romántica de La tempestad poniéndola en escena como si fuera un drama ilustrado sobre un rey filósofo y la fuerza ilimitada de la razón.
Jan Kott: Shakespeare, nuestro contemporáneo. Alba Editorial, Barcelona, 2009, págs. 381-383.

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